- La Güera, la esclava y cocinera de Los Zetas
- Provenía de El Salvador y había logrado avanzar hasta Coatzacoalcos, Veracruz, cuando un grupo de hombres armados al servicio de Los Zetas la encontró.
La Güera era esclava de Los Zetas (Foto. ilustrativa)
Ciudad de México. Provenía de El Salvador y había logrado avanzar hasta Coatzacoalcos, Veracruz, cuando un grupo de hombres armados al servicio de Los Zetas la encontró y la privaron de la libertad.
A partir de entonces su vida ya no le pertenecía, porque su libertad le costaría 3 mil dólares, que ella ni ningún familiar tenían.
Los primeros días hubo al menos un poco de esperanza, pero a la semana de cautiverio, Marisolina, La Güerita, se convirtió en la cocinera de los migrantes secuestrados y de los jefes de la casa de seguridad, según reveló el libro Los ejecutores de George W. Greyson que recopila relatos del crimen organizado.
«Al principio sólo les cocinaba pero cuando me agarraron confianza me dieron su ropa para que se las lavara», relata.
«Yo lavé los pedazos de carne de su ropa»
Cocinarles la comida, también implicaba escuchar sus desgarradoras historias, como la que le contó una noche un hombre al que apodaban El Perro, que era como el jefe de la casa de seguridad, después de emborracharse y meterse mucha cocaína.
«Güerita: ¿sabes porque traigo la ropa tan sucia? Marisolina recuerda que le tenía mucho miedo a ese hombre porque siempre traía una arma colgando y maltrataba mucho a los migrantes y sólo le contestó que seguro era por arreglar las camionetas que usaban.
El Perro la miró, soltó tremenda carcajada y dijo: Yo soy el carnicero. No hago nada de mecánica. Mi trabajo es deshacerme de la basura que no paga.
«De manera burlona y sin ningún remordimiento me contó que él era el encargado de matar a los migrantes que no tenían para pagar el rescate.
Dijo: primero los hago en cachitos para que quepan en los tambos y luego les prendo fuego hasta que no queda nada de esos pendejos».
A la mañana siguiente El Perro, le dio a la lavar la ropa. Guarda silencio unos minutos antes de continuar su relato. Sin parar de llorar cuenta:
«Yo lavé, muchas veces, la sangre de esa gente.
Al tallar la ropa salían los pedazos de carne. Todo olía a hollín, que para mí, eso significa olor a muerte».
Por tres meses, Marisolina estuvo secuestrada por Los Zetas. En ese tiempo ella llegó a ser la encargada de servirle la comida a los jefes, tanto en sus parrandas o en las reuniones para arreglar negocios y fue así como supo el orden del grupo criminal.
«Cuando se juntaban, los escuchaba decir que Los Zetas era un organización muy respetable. A veces me llevaban a un hotel que rentaban en Coatzacoalcos.
Ahí pude identificar la cadena de mando de La compañía como ellos le decían a su organización».
Revela que los soldados eran los que cuidaban de día y de noche a los migrantes. «Luego estaban los Alfa, a ellos los escuché muchas veces hablar con los policías, con los de migración o con los maquinistas.
Ellos les avisaban cuando venía un grupo numeroso de centroamericanos en el tren, o cuando los habían detenido.
Tratando de disimular el acento salvadoreño, recuerda haber ubicado a seis carniceros, uno por cada casa de seguridad.
«Arriba de los carniceros estaban los meros jefes, ellos daban orden de cuántos desaparecer». Se cubre el rostro al recordar que ella conocía a muchos de los desaparecidos. «Un día me ordenaron que subiera la comida a un cuarto al que nunca había entrado.
El puro olor de ese lugar me hacía llorar. Ahí tenían a los amarrados. Ellos eran los que no podían pagar y estaban en la lista para ser asesinados. Los tenían cubiertos de los ojos y esposados de las manos. Ya no salían de ahí más que para morir.
A muchos les di de comer en la noche y a la mañana siguiente ya no estaban. Y entonces subían a otros. Vi desaparecer a muchos. Y me duele que no pude ayudar a ninguno, aunque muchos me suplicaban».
Fue una noche, tras un operativo del Ejército en una de las casas de seguridad de Los Zetas, donde rescataron a otros migrantes, El Perro le pidió a Marisolina y a una amiga que lo acompañaran a comprar cigarros y refrescos. Afuera de una tienda las dejaron ir, no sin antes advertirles que no dejaran que su boca las matara.
Largas caminatas, días y noches sin comer, precedieron a la denuncia de su cautiverio bajo el mando de Los Zetas. «No queríamos hablar con la policía porque no confiábamos en nadie.
Accedimos porque la gente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que nos ayudaron mucho, dijeron que nuestro testimonio podía servir para evitar que otra persona sufriera lo mismo que nosotras».
Pero la peor decepción vino después cuando personal de la Procuraduría General de la República les informó que su situación de víctimas cambiaría a la de indiciadas porque «existía la sospecha de que fuéramos gente de Los Zetas, no podían creer que después de conocer la forma de operar de estos criminales, nos hubieran dejado libres así nomas
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