CIUDAD DE MÉXICO.- México no es un país seguro para los migrantes centroamericanos. Por décadas han sufrido lo indecible al cruzar con rumbo a los Estados Unidos.
No es anecdótico que las mujeres atraviesen con píldoras anticonceptivas del día después, en el bolso, porque la probabilidad de violación es muy alta.
Organizaciones criminales, como Los Zetas o La Familia Michoacana, los han utilizado como “burros”, para que carguen droga, de sur a norte. También está documentado el secuestro y la extorsión, como prácticas recurrentes, desde hace al menos 20 años.
Los honduritas, como se llama despectivamente a los menores migrantes, han sido forzados a trabajar como halcones –informantes– y también esclavizados para procesar narcóticos en los laboratorios clandestinos.
La masacre de San Fernando, en 2011, y otras atrocidades descubiertas con posterioridad, son recuerdos muy dolorosos de esta misma realidad.
Si en fechas recientes el flujo migratorio se multiplicó, no es porque en México hayan disminuido estos riesgos, sino porque el peligro que corren los centroamericanos en sus respectivos países es ahora peor.
En este contexto tiene algo de rematadamente absurdo hablar de México como “tercer país seguro”. No es seguro para su propia población, mucho menos para los extranjeros, sobre todo si son pobres, si son vulnerables, si son centroamericanos.
En este contexto, cuán ridículo debió haber sonado para la representación mexicana que acudió a la Casa Blanca cuando aquella se volvió la principal exigencia de los Estados Unidos.
Tanto más absurdo se habrá escuchado en el salón Roosevelt la expectativa de que tal exigencia se cumpliera de inmediato.
Lo que tendría que hacer México para volverse seguro para los solicitantes de asilo implica un esfuerzo institucional inalcanzable en el corto plazo.
La ola de violencia que arrebató la vida, entre 2005 y la fecha, a más de 300 mil personas, y que también implicó la desaparición de más de 60 mil seres humanos, es evidencia de esta realidad.
El desafío que implicaría dar asilo seguro a más de 1 millón de centroamericanos en los próximos 12 meses obliga a contar con capacidades que hoy no están presentes, de modo alguno.
Destaca entre las instancias desmanteladas la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar). En el presupuesto 2019 el Congreso no autorizó un solo centavo destinado a pagar combustible, suministro de alimentos, agua, luz, internet o telefonía.
¿Así o más grave? La agencia del Estado mexicano constitucionalmente responsable de atender refugiados –de proporcionar condiciones decentes para los solicitantes de asilo– no tiene con qué tenerse en pie.
La otra dependencia es el Instituto Nacional de Migración (INM), una de las estructuras más corruptas y violentas de la administración pública. Durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, el INM estuvo a cargo de Ardelio Vargas, un sujeto con formación policial que coleccionó, durante su larga carrera, innumerables acusaciones por represión y violación de derechos humanos.
Si los migrantes centroamericanos han sido un lucrativo negocio para el crimen organizado es, sobre todo, porque los agentes del INM cobran también en la nómina criminal.
Guillén recibió la instrucción de transformar este instituto para que dejara de concebirse como una policía impune y ajena a los derechos humanos.
Esta es la razón por la cual el INM se halla experimentando una cirugía mayor. Cientos de sus agentes han sido o serán despedidos, mientras se busca un nuevo perfil de funcionario para cumplir con el mandato.
Bajo estas circunstancias, el INM no está en capacidad real de ofrecerle seguridad a nadie.
El tercer cuerpo responsable de sacar adelante el reto ni siquiera existe: la Guardia Nacional es una entelequia de papel, recién inventada por la Constitución, que tardará en adquirir materia y forma.
Es cierto que los efectivos reclutados para su nacimiento laboraban hasta hace unos días en las filas militares o de la Marina, pero resulta equivocado suponer que el trasvase de una dependencia a otra será tan sencillo como cambiar de uniforme a sus nuevos integrantes.
El injerto militar en la nueva Guardia Nacional se antoja peliagudo y nada profetiza que vaya a pegar a la primera. Muy probablemente, como todo injerto, será lento y sufrido.
Se suma como problema la fractura que existe entre los más altos mandos dentro del gabinete del presidente Andrés Manuel López Obrador, todos responsables de la misma tarea.
Aunque Marcelo Ebrard Casaubon haya sido nombrado por el mandatario para liderar el desafío migrante, la Secretaría de Relaciones Exteriores no cuenta con plenas facultades legales para tan ingrata tarea.
En cambio, la Secretaría de Gobernación que, según la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, sí tiene competencias principales en el tema migratorio, no goza de confianza, ni buen ánimo para la colaboración, en la cancillería.
La Guardia Nacional, a cargo los secretarios de Seguridad, Marina y Defensa, tampoco responderá incondicionalmente al canciller. Al contrario, porque es la única dependencia con dinero y poder real, lo más probable es que rebase la cadena original de mando.
México no puede ser tercer país seguro porque no es seguro, y es ingenuo suponer que lo será en un periodo tan breve como el que está exigiendo la Casa Blanca. Los 45 días otorgados como periodo de gracia no alcanzan para resolver el desafío.
Estamos metidos en esta situación por desatender una realidad que venía tocando a nuestra puerta desde hace demasiado tiempo.
(Este análisis se publicó el 16 de junio de 2019 en la edición 2224 de la revista Proceso con información de proceso)
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