Hace unos días sucedió algo que no se había visto antes: sin confrontación, sin verbalizarlo explícitamente como una diferencia, Sheinbaum contradijo a AMLO. El punto de quiebre fue la crisis del coronavirus.
El presidente mexicano se ha vuelto un símbolo internacional de lo que no se debe hacer ante la pandemia: en plena contingencia organizó mítines multitudinarios en los que repartió besos y abrazos a sus seguidores, y recomendaba salir a la calle.
La fiel Sheinbaum ya no lo quiso acompañar en esa irresponsabilidad: aun cuando el gobierno federal de López Obrador explícitamente consideraba que no era necesario reforzar el aislamiento, la jefa de Gobierno anunció el domingo 22 los cierres de cines, teatros, iglesias, gimnasios y prohibió las reuniones de más de 100 personas en Ciudad de México (originalmente había dicho 50, pero eso hubiera implicado cancelar la conferencia de prensa matutina diaria del presidente).
Fue un anuncio simbólico y tardío de la gobernante de la capital, pero un mensaje político muy contundente desde el corazón mismo del lopezobradorismo: empieza a haber discrepancias entre el presidente y su equipo, algo no visto antes.
Para cuando Sheinbaum hizo el decreto la sociedad ya se le había adelantado: una semana antes escuelas privadas y universidades habían suspendido clases, algunos restaurantes ya sólo mandaban comida a domicilio, las empresas habían implementado el teletrabajo y el tráfico vial en la caótica megalópolis empezaba a lucir como de día feriado.
Sheinbaum prefirió llegar tarde que no llegar nunca al lado correcto de la gestión de la pandemia, y ese fue el mensaje político contundente: se separó de la laxitud con la que López Obrador ha manejado el tema. No criticó ni confrontó, solamente hizo lo que la sociedad exigía y que muchos gobernadores de oposición hicieron desde días antes, a contracorriente del espíritu presidencial.
Para quien no conozca la política mexicana, esto podría parecer una sutileza, pero no lo es. Dentro del gobierno y el partido en el poder, Morena, la figura de Andrés Manuel López Obrador, es sagrada. Para justificar la presencia de AMLO en mítines repartiendo besos, el vocero para el coronavirus del gobierno federal dijo que el presidente no era una fuerza de contagio, sino una “fuerza moral”. Si el científico al mando de la guerra contra la pandemia se atreve a declarar algo así, hay que deducir lo imposible que debe resultar para un morenista disentir o criticar a su máximo líder.
Ir en contra de sus disposiciones tampoco es sencillo para los gobernadores, incluso los de oposición. Históricamente, en México, el gobierno federal tiene control sobre el reparto del presupuesto a los estados y, si algún gobernador alza la voz contra el presidente, suele “curiosamente” retrasarse o hasta cancelarse la llegada de recursos, lo que empantana su gestión local.
Sin embargo, el desdén de AMLO a la peligrosidad de la pandemia motivó a que, cuidando muchísimo las formas y sin confrontar abiertamente al presidente, un tercio de los gobernadores (todos de oposición) tomaran la iniciativa de suspender clases, cancelar actividades masivas y recomendar quedarse en casa, mientras que el presidente navegaba en sentido contrario.
Un caso notable fue el del gobernador Enrique Alfaro, de Jalisco. No sólo decretó las medidas restrictivas, sino anunció la compra masiva de pruebas rápidas para coronavirus, mientras el gobierno nacional ha sostenido su política de que hacerlas no es tan importante, contraviniendo la recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Al final, por problemas que el gobernador llamó “cosas raras”, las pruebas no llegaron a Jalisco, pero la decisión de adquirirlas fue elogiada incluso por legisladores de Morena. En otros tiempos, jamás se hubieran atrevido a aplaudir ni en privado medidas de un opositor.
En otro caso, un nutrido grupo de senadores de Morena redactó un punto de acuerdo para presentar al Congreso. Preocupados por la amenaza del coronavirus y la lentitud con la que ha reaccionado el gobierno federal, aproximadamente 15 legisladores —una cuarta parte del total de la bancada — redactaron un documento haciendo un llamado a tomar las medidas recomendadas por la OMS para enfrentar la pandemia, y a privilegiar la unidad nacional, dejar a un lado las posiciones partidistas y abandonar la polarización que tanto ha exacerbado el presidente.
Este punto de acuerdo no fue público —a mí me lo revelaron varios senadores involucrados en su redacción— porque nunca llegó a la tribuna del Senado. Lo habría frenado el líder de Morena en esa cámara, Ricardo Monreal. Sin embargo, esta efervescencia entre senadores de Morena es también inusual.
Como inusual es que circule una versión dentro del mismo gobierno, de que habría renunciado el canciller Marcelo Ebrard (sin que le aceptaran la dimisión) presuntamente por el mal manejo de la crisis por coronavirus. La versión no ha sido confirmada y el vocero de la Cancillería negó rotundamente el hecho cuando le pregunté. Pero ese no es el punto, sino que este tipo de versiones no solían circular: ¿Quién querría distanciarse de un presidente popular?
Pero la popularidad del presidente ha caído: en tres encuestas (Consulta Mitofsky, GCE y GEA) se ubica por primera vez con menos de 50% de aprobación. Estas mismas mediciones, hace un año, ponían su aceptación entre 70 y 80%.
En otro momento político hubiera sido impensable hablar de un punto de acuerdo como el del Senado o que circulara la versión de una renuncia de alto rango.
Está claro que, frente a la extrema peligrosidad de la pandemia, AMLO es el emperador que camina desnudo y que ya su propia gente se está atreviendo a decirlo, o al menos a murmurarlo. Quizá sea por un cálculo político al ver que la sociedad ha rebasado al presidente, porque su popularidad se ha desplomado y, con la gestión de esta crisis, la caída será mayor, o por el mucho miedo que genera el virus, pero está sucediendo un cambio en la forma en que el gobierno y Morena ven a su líder.
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